Si empatamos con los que iban punteando. ¿cómo no vamos a empatar con los que van últimos?
Y así fue.
Un partido plagado de ausencias (y para colmo ausencias significativas) que nos dejaba justito los ocho para un partido que se debía ganar.
Los adversarios de turnos (el equipo más fashion de la categoría) tenían relevos para hacer un torneo interno ellos solos y recurrían a una increíble ingeniería previa para enhebrar los cambios (a los 5 entraba uno, a los 15 otros 2, etc.)
La saga se encontraba desierta por la ausencia de Leo, y cuando todos esquivaban el dedo que buscaba la persona indicada, el Guille dijo: “- yo juego de 2”. … Yo, que no aprendo más, le creí.
Y así fuimos, Guille bajá, Guille vení, Guille quedate… etc. era las palabras más nombradas de la tarde.
A veces nosotros, a veces ellos, fuimos llegando algunas veces, para que pase más rápido el primer tiempo y poder llegar a un complemento que prometía.
A los pocos minutos, centro cruzado de la derecha, y cabezazo del lungo Nando que pega con fuerza en el travesaño y pica en el suelo cerca de la línea de sentencia pero sin trasponerla.
Daban ganas de pegarle cabezazos al suelo… ¿cómo no entró?
Pero el tiempo transcurría y en lo mejor nuestro defensor por el lateral derecho (o sea, yo) sale jugando hacia el mediocampo, sin tener en cuenta que los rivales podían tener la intención de hacerse del control del balón. Uno de rojo la toma, la adelanta unos metros del círculo central y mete una patada de tres dedos que era para aplaudirlo… que golazo.
Al grito de vamos, vamos que podemos, sacamos del medio, mientras pensaba en lo atinado que estuvo el que hizo el reglamento no dejando jugar con armas, porque daban ganas de matar a alguien.
Y fuimos, y ya el campo era nuestro, y el Guille, el eterno Guille metía otro tiro a rastrón que ponía el 1 a 1.
Creo que todavía estábamos abrazados, festejando el gol cuando un desborde por la derecha (de ellos), provoca un desbande en la defensa. Centro a medio metro del suelo que transita el área y el 4 nuestro (o sea yo) la deja pasar entre las piernas para que salga de la zona de peligro sin más inconvenientes. Error, detrás de él (o sea, detrás mío) un taimado caballero de rojo, escondido, amparado en el hecho que el campo visual del defensor no lo tenía presente, pone la pelota en el fondo de la red.
Menos mal que no permiten jugar con collares… ahorcábamos a cualquiera a esa altura.
Lo único a favor era la vergüenza que teníamos y las dificultades del ingeniero de los rojos que se había enquilombado con los cambios, lo que provocaba un griterío de los que estaban afuera y querían entrar.
“Pablo, sacá a uno y entrá vos“, le decían a un conocido periodista deportivo de la TV que milita en el equipo rival. La estrella del equipo no podía estar ausente en el momento del abrazo final.
Y parecía que lo ganaban nomás. Porque llegábamos y nos encontrábamos con una muchedumbre atiborrando el área.
Hasta que uno de los tantos rebotes pega en la mano de un defensor rojo. Calculo, a dos o tres décimas de milímetros del área.
La oportunidad de empatar estaba al alcance del pie con un tiro libre casi en la línea del área, de frente al arco, levemente corrido a la izquierda.
El Manu agarra la pelota con la izquierda, y con la derecha se alista a golpear al que le quiera sacar el disparo. Desición espontánea y unánime: lo patea el Manu.
Gol señores. Al palo del arquero, pero con fuerza.
Golazo, y la locura cuando el tiempo se consumía.
El mejor gol de la historia del fútbol. El mejor porque redimía los errores del 4, porque le daba sentido al esfuerzo de todos. Porque fue la culminación de 15 minutos de ataque permanente y se saboreó en un segundo, como la comida de nuestras madres (digo madres y no esposas) que tardan dos o tres horas en hacerla y las devoramos en un santiamén.
Lo mejor: Omar volviendo a su nivel y el festejo del Manu, rodilla en tierra